Pues había que ver la tercera parte de El hobbit, ¿no? Sé que esa no es la actitud más apropiada para ir al cine, pero, ¿qué leches le vamos a hacer?, es lo que siento. Rara vez empiezo algo y no lo termino, aunque me disguste. Soy de los que apechugan con lo que haga falta con tal de dar carpetazo y pasar a otra cosa (aun así, confieso que no terminaré de ver nunca Battle Royale 2 ni de leerme Los escarabajos vuelan al atardecer, pero es que todo tiene un límite).
Con semejante introducción, y como sois muy espabilados, ya podéis intuir que no soy el fan número de uno de esta trilogía cinematográfica, y confieso que aún fantaseo con que algún fan edite las tres partes en un solo largometraje consiguiendo al mismo tiempo que el tono sea más respetuoso con el del cuento de J. R. R. Tolkien. También fantaseo con asistir a un pase privado de lencería de los ángeles de Victoria's Secret, y no sé qué es menos probable que vea realizarse un día de estos.
A Peter Jackson le apasiona y fascina el mundo creado por J. R. R. Tolkien. En pocas palabras, está enamorado de la Tierra Media, y cuando viaja a ella con su pelotón de cámaras RED Epic, desconoce la mesura. La economía narrativa no significa nada para él. Sin embargo, quizá en esto, pese a quien le pese, es en lo que más se parece a su idolatrado Tolkien, sólo que sustituyendo las florituras literarias y el bucolismo británico por un derroche de acción descerebrada heredera del mundo del videojuego. En la cabeza de Jackson, cada detalle de los libros es susceptible de convertirse en trama, y cada trama debe ser epiquérrima, que es una palabra tan grandilocuente que ni siquiera la encontraréis en el diccionario. La historia de El hobbit se podía contar en tres horas, ocho significan cinco horas de hacerme perder el tiempo y el triple de ingresos en taquilla para la MGM.
Los defectos que ya deslucían la primera entrega de la trilogía y que se subrayaban en la secuela alcanzan en La batalla de los cinco ejércitos su máximo exponente. Esta película es el culmen del exceso, un despropósito pirotécnico con un guión digno del peor George Lucas para el deleite de una generación cuyo déficit de atención exige que los diálogos sean concisos y las peleas esquizofrénicas. Como dicen los ingles: It's not my cup of tea.