
En 1982 se estrenaron tres grandes películas infantiles del género fantástico: Ator el poderoso, La espada salvaje de Krotar y Ator 2: El invencible. Todos los niños de los ochenta sin excepción recuerdan desde el balcón de la nostalgia estas superproducciones italianas, clásicos atemporales del cine de fantasía, con sus bárbaros recios y fornidos untados con aceite, sus mozas ligeras de ropa y aún más ligeras de cascos, y sus escenas de acción épicas y apabullantes.
O tal vez no.
En realidad, las tres películas a las que quería referirme son Cristal Oscuro, El último unicornio y El vuelo de los dragones. La primera es un hito en la historia del fantástico audiovisual que repasé con pelos y señales en esta entrada y esta otra; la segunda la vi por primera vez hace apenas tres o cuatro años y no acabé de congeniar con ella, pero tenéis una prueba de la impronta que dejó en otra persona muy ñoña aquí; y la tercera debió de marcarme más de lo que supuse si sigo dando la turra con ella tanto tiempo después.
Siempre me ha fascinado la fantasía, y El vuelo de los dragones es una de mis obras favoritas del género. La adoro desde la primera vez que la vi cuando no era más que un mocoso. Fue un flechazo. Amor a primera vista. Un secuestro emocional. No sé cuántas veces vería con mi hermano el VHS en el que la teníamos grabada, pero la imagen acabó terriblemente deteriorada y todavía hay líneas de diálogo que podemos recitar de memoria (es más, las recitamos de vez en cuando por diversión; con la entonación del doblaje en español neutro, por supuesto). Del número de veces que habré escuchado el cautivador tema musical que interpreta Don McLean me asustaría si llevara la cuenta.