23 de julio de 2018

Las aventuras de Tintín: La estrella misteriosa


Mi padre es tintinófilo. No es ninguna enfermedad grave, aunque suene como una. Es algo mucho peor. Ser tintinófilo significa ser un apasionado de Tintín y de su mundo. Y no tiene tratamiento conocido.

En la práctica, esto supone que mi padre no solo tiene todos los tebeos de Tintín, muchos de ellos repetidos para compensar los daños padecidos por las primeras ediciones (de pequeño confundí Los cigarros del faraón con un libro de pinta y colorea), sino que, a lo largo de más de cincuenta años, ha ido acumulando todo tipo de productos asociados a la franquicia que aún hoy da de comer a los herederos de Hergé y otros titulares de derechos sobre las historietas: series y películas en distintos formatos, una vasta bibliografía sobre el autor y su obra, tantas figuras y maquetas como para que no haya una sola estantería en casa que se libre de ellas...

Por suerte, no es una enfermedad hereditaria, porque yo ya tengo mis propios vicios, incluida la serie más gay del mundo. Pero que esto no os confunda. Me gusta Tintín. Es más, me habré leído cada álbum un mínimo de veinte veces y no concibo mi infancia sin ver cada día los lomos de la colección en la estantería de mi habitación. Pero ahí acaba mi afición por el intrépido reportero de Le Petit Vingtième y empieza la de mi padre.