30 de octubre de 2016

Masters del Universo: El día de las iracundas calaveras


Entre las colecciones de cómics de los Masters del Universo que publicó Ediciones Zinco en España allá por la década de los ochenta, cuando los aviones comerciales aterrizaban en las hombreras de las chaquetas y los teléfonos móviles desechados se utilizaban como ladrillos en el sector de la construcción, la más popular fue sin duda la de Marvel. Fue la editorial de los tebeos de superhéroes la que editó el mejor cómic que se ha publicado jamás de los Masters del Universo, el cual conservo en una cámara hiperbárica protegida por un sistema de seguridad inteligente en mi búnker secreto. O quizá esté en el estante superior del armario donde guardo la aspiradora, nunca sabréis la verdad.

Menos popular era la colección que editó la editorial alemana Condor-Interpart entre 1984 y 1986, y aun así, gracias a la gran fama de la franquicia de Mattel, la misma se tradujo igualmente a varios idiomas, entre ellos el español y el neerlandés. Y sí, la palabra neerlandés existe, aunque sea un adjetivo tan menospreciado que incluso Word me lo subraya con esa irritante línea roja ondulada que parece hilo dental demasiado usado.

Hoy veremos cómo trataron los alemanes a los Masters del Universo. Por suerte, entre las filas de los Masters hay montones de monstruos y esperpentos, desde hombres-cangrejo hasta un chino con una mano gigante, así que no ha sido difícil encontrar uno que pudiera comentar con Halloween a las puertas, pero lo que si os digo es que ninguno tiene un título más apropiado y a la vez pegadizo que El día de las iracundas calaveras.

16 de octubre de 2016

'La llamada de Cthulhu', de H.P. Lovecraft

Más de cuatro años después de desencajarme la mandíbula bostezando con la novela En las montañas de la locura (también conocida como la cosa más aburrida que jamás ha existido), he dado una segunda oportunidad a H.P. Lovecraft, ese supuesto genio de la literatura de terror estadounidense al que yo no le pillo el punto. Tampoco se lo pillo a Wet Hot American Summer ni a la dorada al horno y no pasa nada; el mundo sigue adelante.

No obstante, para ser justo con Lovecraft (y no es que a él le importe, porque está muerto), en esta ocasión he escogido La llamada de Cthulhu, un relato de terror tentacular que la crítica más autorizada de internet considera su obra maestra. Yo no puedo calificarlo de tal hasta que haya leído y descartado el resto de su bibliografía (je, je... no va a pasar); pero al menos esta vez pude decir algo positivo del relato incluso antes de empezar a leerlo: es muy corto. La primera parte de mi recapitulación de La amenaza fantasma tiene aproximadamente el mismo número de palabras, y ahora me arrepiento de no haber dedicado ese tiempo a escribir algo con más chicha, como el manual de instrucciones de una lavadora.

Antes de empezar a leer la que podía ser mi siguiente gran decepción literaria, me parecía importante ponerme en contexto, así que busqué información sobre La llamada de Cthulhu. Lo primero que me mosqueó fue enterarme de que cuando esta novelette se publicó por primera vez en la revista Weird Tales en febrero de 1928, ni siquiera le dedicaron la ilustración de portada. En su lugar, el editor decidió dedicársela a un relato de Elliot O'Donnell tiulado La mesa fantasma. La. Mesa. Fantasma. En serio, ¿os imagináis cómo de flojos debía de ver el editor el resto de relatos de la revista, para que escogiese el de la mesa fantasma para captar la atención de los lectores?. Estamos hablando de elegir dibujar a un tipo rudo con una damisela en brazos apuntando con una pistola a una mesa demoníaca antes que al monstruoso Cthulhu, al que Lovecraft describe como "un cuerpo escamoso y grotesco, provisto de alas rudimentarias" sobre el que se alza "una cabeza pulposa y coronada de tentáculos". Aquí hay otro que no le pillaba el punto a algo.

De lo segundo que me enteré en mi labor de investigación es de que Lovecraft escribió La llamada de Cthulhu en 1926 y tardaron dos años en publicársela. Es cierto que hay obras a las que solo el tiempo coloca en el lugar que se merecen, pero en la mayoría de casos, ese lugar es un contenedor de basura.

Con esta visión tan optimista de lo que iba a encontrarme en sus páginas, comencé a leer.

9 de octubre de 2016

Superman: La maldición de Banshee

A diferencia de Jerry Seinfeld, no soy muy fan de Superman. Y la culpa no la tienen Zack Snyder ni su deprimente y glorificado Hombre de Acero. Me gustan las dos primeras películas de Richard Donner, me encanta el crossover con Spider-Man de 1978, y tengo cuatro o cinco cómics de Superman muy buenos (y uno de ellos no es La caída de Camelot); pero nunca he seguido la serie regular durante mucho tiempo ni veréis figuras de Superman decorando mis estanterías. De hecho, el único muñeco de Superman que he tenido pertenecía a la colección Super Powers y perdió la capa, los brazos y buena parte de la pintura en menos de una semana. No sé por qué lo maltraté de esa manera, pero voy a pensar que el muñeco no me entusiasmaba. Además,en mi casa nunca fue rival para Skeletor ni los Decepticons.

El único momento de mi infancia en el que sentí genuino interés por los cómics de Superman fue cuando DC puso a John Byrne al cargo de la colección, permitiéndole reinventar al Hombre de Acero a su gusto tras el prodigio incomprensible conocido como Crisis en Tierras infinitas.

Aunque cuando era un crío no prestaba ninguna atención a quién escribía o dibujaba qué cómic, sí que reconocía el estilo de Byrne y, sin ponerle nombre, sabía que era el mismo dibujante de la colección de los 4 Fantásticos que tanto me gustaba.

La consecuencia inmediata de mi fijación con Byrne fue que acabé comprándome, o, mejor dicho, dando la brasa a mis padres para que me compraran, un par de tomos recopilatorios de Superman y varios cómics de grapa sueltos, todos ellos publicados por Ediciones Zinco. Aproximadamente veinte años después, ya sin necesidad de malgastar más fondos que los propios, me compré toda la colección del Superman de John Byrne, reeditada por ECC. Y aunque os parezca mentira, os aseguro que toda esta historia está a punto de llegar a alguna parte.

2 de octubre de 2016

Odallus: The Dark Call


En los tiempos de la NES y la Master System, allá por el triásico de esta lucrativa industria que tantas miopías ha provocado, los videojuegos eran una combinación de píxeles, música midi, entretenimiento y frustración. Centrándonos en los aspectos técnicos, el gobierno estadounidense aún no había conseguido hacer ingeniería inversa con la tecnología del ovni que se estrelló en Roswell, y a lo más que podíamos aspirar es a que algún día las videoconsolas alcanzasen la capacidad de las máquinas de los salones recreativos, apenas superiores a mi lavadora.

Nadie tenía tanta visión como para adivinar que, en apenas treinta años, la gente capturaría animales virtuales por las calles o disfrutaría de una experiencia virtual que no le provocase náuseas y jaqueca después de jugar cinco segundos. De hecho, si retrocedieseis en el tiempo y enseñaseis un videojuego de ultimísima generación a un crío de la década de 1980, probablemente pensaría que sois un brujo estigio adorador de serpientes, o un visitante de un futuro lejano en el que la gente viaja en pijama por el espacio y se codea con extraterrestres de orejas puntiagudas (por cierto, si por algún casual tenéis una máquina del tiempo y retrocedéis hasta finales de los años ochenta para visitarme, os agradecería que no perdieseis el tiempo con sandeces y me pasarais un listado de los próximos números premiados de la lotería).

Hoy, sin embargo, crear videojuegos con el look and feel de la era de los 8 bits es una elección artística y no el resultado de que el potencial técnico de la generación actual sea equiparable al de un ábaco mesopotámico. Este es el caso de Odallus: The Dark Call, un título indie cuyo creador, el brasileño Danilo Dias, pretendía que el jugador reviviese la sensación de estar jugando a un videojuego de NES, pero sin que las innumerables limitaciones de la videoconsola de Nintendo desmejorasen la experiencia.