Miento. En el cine nunca aplaudo. Sería un desperdicio de energía. ¿A quién iría dirigido ese aplauso?, ¿a la pantalla, un ser inanimado?, ¿al proyeccionista, que ni estará ahí? No.
Lo que más me sorprende es que Django desencadenado me gustase incluso después de haber entrado en la sala del cine casi sobrio y con unas expectativas altísimas, porque, como bien sabéis, las expectativas, como las liendres, cuanto más grandes, más miedo dan. Sin embargo, desde el día en que Quentin Tarantino anunció que su próxima cinta sería un western, he estado sin cagar de la emoción. Esto último es estrictamente cierto. Podéis buscarme en el libro Guinness de los récords. Salgo en uno de los apéndices.
Pero tampoco me malinterpretéis. No creo que Tarantino convierta en oro todo lo que toca. Dentro de lo bien rodadas que están y aunque no me disgustan en absoluto, Jackie Brown y Malditos bastardos se me hacen largas. Sin embargo, sigo sin poner en duda que este cabezabuque oriundo de Knoxville sea un gran cineasta y aun mayor cinéfilo, y si algo se le da bien aparte de parecerse a un tumor grotesco, es reflejar los caracteres troncales de un género cinematográfico al tiempo que les aporta un toque personal. Hay quienes dicen que Tarantino se limita a homenajear o copiar películas antiguas y que se ha convertido en un maestro del refrito, pero la ignorancia es el pan nuestro de cada día, y lo cierto es que Tarantino experimenta y juega con el cine y casi siempre obtiene excelentes resultados. Este es uno de esos casos.